¡Buen domingo, querido lector! Usted y yo hemos deseado desde siempre el apoyo de un asistente ideal, el personaje capaz de acercarnos a todas las ramas del conocimiento. Sabemos que existe, que vive en la zona de obras de consulta de todas las bibliotecas y nos está esperando para montar guardia a nuestra vera siempre dispuesto a enfocar adecuadamente cada página y entregarnos sus respuestas: ortografía, conceptos, gramática histórica, fonética, etimologías y cuanta información sea necesaria para precisar el uso de mil y una voces y sus infinitas posibilidades en la lengua. Ese asistente nos está esperando. Y para solicitar sus servicios sólo necesitamos conocer el alfabeto.

     Hay asistentes para todas las edades, desde el infantil compañero de los pequeños, hasta el exclusivo para problemas muy, pero muy específicos. Ese asistente magnífico y bien informado ha ido mudando su apariencia según la edad, la instrucción, el trabajo o las aficiones de quien lo solicite. En ocasiones lo amistamos con algunas enciclopedias: de filosofía, de historia, de geografía, de arte, de magia, de moda, de gastronomía. El mundo se nos abre gracias a la atingencia de nuestro asistente, preparado para relacionarse con las afinidades de sus asiduos.

     Pero, ¿cuál es la relación “personal” que debemos mantener con nuestro asistente?  La ideal, la única, la procuradora del auxilio necesario en cada página frente a nuestros ojos: la de toda nuestra confianza para consultarlo a la menor duda. Y él, pleno de voces, nos entregará su sabiduría. Es nuestro “hombre de confianza”: no miente jamás, es caninamente fiel. Si lo alejamos de nuestro lado corremos el riesgo de no “leer” cabalmente un texto, de malinterpretar un concepto, de falsear una noticia. En su advocación justa, él conducirá nuestra atención hacia el sitio exacto, sin permitir distracciones de la semántica más plurivalente; nos hablará del origen de las ideas: iluminará nuestra lectura.

     Visitemos la zona de consulta de la biblioteca que frecuentemos. Veamos cuántos asistentes están a nuestra disposición, leamos sus camisas, sigamos sus instructivos para saber del misterio de los tesoros que guarda e iniciemos con ellos la más bella de las amistades, pero no de esas oficiosas e inútiles que sólo gustan de lo insustancial y viven en la superficialidad. No. La amistad con nuestro asistente debe ser seria, provechosa, riquísima, inteligente y, sobre todo, confiada. Él estará allí, como buen cicerone, capacitado para responder, para mostrar caminos, para encontrar senderos. Él nos abrirá las puertas para penetrar en los salones intelectuales, científicos, artísticos. Compartamos con él nuestras horas y, aun sin tener una consulta especial qué hacerle, disfrutaremos de sus columnas, de las varias interpretaciones de tantas voces no siempre conocidas por nosotros. ¡Permitámosle a nuestro asistente cumplir con la función para la que fue creado! ¡Honremos su servicio!

     ¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

 

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